La contracultura de masas: 1. Las industrias culturales

«La emancipación cultural de las masas ha sido un fracaso descorazonador. La cultura de masas se ha convertido en una cultura manipulada; sus receptores han sido degradados a consumidores pasivos. La industria cultural no es más que un accesorio del statu quo» (T. C. W. Blanning: The culture of power and the power of culture: Old Regime Europe (1660-1789) (2002)

El diagnóstico no puede ser más certero y vigente: la cultura (y las industrias que la fabrican) es, desde hace décadas, por encima de cualquier otra cosa, una actividad orientada al lucro, donde el adjetivo cultural es un mero accesorio que trata de justificar responsabilidad social, privilegios fiscales y/o subvenciones públicas. La cosa ya no la pintan tan maniquea y, por suerte, hemos superado la etapa funcionalista de la sociología en la que se consideraba que los medios de comunicación reproducían los valores del sistema social y defendían un estado social desigualitario como algo natural. Ya no se lleva analizar sesudamente los mensajes latentes y narcotizantes de los productos culturales para las masas. Aun así, a la ciencia social en general le costó más de medio siglo admitir que el entretenimiento de las masas no es una disfunción ni una perversión, sino un proceso comunicativo al mismo nivel que la seguridad nacional, la respuesta política o la transmisión de valores entre generaciones.

El concepto de industria cultural fue acuñado por T. W. Adorno y M. Horkheimer en 1969, y hace referencia a aquellas corporaciones privadas que producen y distribuyen cultura como mercancía. Ambos teóricos creían que este proceso suponía devaluación de la cultura, pues daba lugar a una cultura de masas en la que la serialización y la división del trabajo no diferenciaban el consumo de cultura de otro tipo de bien. Los productos de estas industrias culturales carecerían de capacidad crítica, ya que su racionalidad técnica y creativa estaba sometida a los intereses de sus gestores económicos. Lo más importante es que, a pesar del tufillo elitista que desprenden algunas de estas ideas, apuntan a un aspecto sospechosamente omitido en el debate actual sobre cultura y mercado: la aparición de las industrias culturales no es el resultado de una ley de la evolución de la tecnología en cuanto tal, sino de su función (asumida pero no reconocida) en la economía actual. Esta argumentación es la que sostiene buena parte del discurso empresarial y de la teorización tecnócrata contemporáneos, que consideran la tecnología como el único factor capaz de provocar un cambio social. La machacona y cansina insistencia en estos conceptos y lugares comunes han conseguido minorizar la realidad de un proyecto político (que se define a sí mismo como socialmente responsable) supeditado a unos intereses económicos. Unos años antes, Marcuse y Habermas habían alertado contra el dominio de una razón meramente instrumental y técnica y una actividad científica dedicada a reproducir el esquema de racionalidad económica imperante. Quizá esto explique la pobreza y parcialidad del debate sobre los medios de comunicación y el papel de las industrias culturales en una democracia participativa.

Hasta 1960 se daba por sentado que las industrias culturales ejercían un poder directo y coercitivo sobre las masas; sin embargo, estudios posteriores matizaron que ese poder no es ni inmediato, ni directo, ni ilimitado. En línea con este argumento a favor, el discurso neoliberal vigente desde 1980 ha llevado este argumento hasta el extremo: decreta que el usuario/consumidor es soberano en sus decisiones y actúa en un mercado libre y sin interferencias, que sus elecciones están influenciadas únicamente por factores personales (origen, sexo, estudios, biografía) y, por tanto, no orientadas por criterios ideológicos o económicos. Finalmente, los políticos comprendieron que no es lo mismo comerciar con mercancías que con información y por eso, hasta 1985, el debate sobre la circulación de bienes culturales se desarrolló en el ámbito de la UNESCO, pero las iniciativas a la libre circulación de información chocaban siempre con argumentos gubernamentales de seguridad nacional. Vistas las dificultades para imponer sus criterios, EE UU decidió abandonar la organización (poco después le seguiría Reino Unido) y llevar el debate al ámbito del GATT (desde 1995 rebautizado como OMC) donde todavía sigue. Con este desplazamiento aparentemente inocuo, la información y la cultura han quedado reducidas a una mera negociación comercial en el seno de una institución con graves carencias democráticas y de representatividad. Esta es la segunda razón que explica el tufo a oligopolio y a blindaje de beneficios que desprende desde entonces la legislación cultural en Occidente.

Cuando Lyotard definió en 1979 las sociedades occidentales como posmodernas, por haber entrado en una economía posindustrial (en realidad de servicios pero no se había enterado), el término hizo tanta fortuna que se convirtió en el dominante cultural de la lógica del capitalismo avanzado, incluyendo las ciencias sociales, la tecnología, el conocimiento empresarial e incluso el arte. Se caracteriza por su crítica a la dialéctica de la esencia, su reconocible conceptualización reduccionista de la ideología y una falsa conciencia que se expresa en una reafirmación del predominio del espacio y la subvaloración de los cambios históricos (la principal consecuencia es que vivimos en un presente perpetuo e inmutable cuyas únicas alteraciones son tan artificiales que se desvanecen al primer síntoma de análisis). Las verdaderas amenazas de la sociedad posmoderna son el exceso de información, la pérdida de lo real y el auge exponencial de infinidad de iniciativas locales que impiden consolidar un criterio de certeza con validez global y, por tanto, potencialmente cuestionador. La reflexión crítica ha quedado reducida a una epistemología instrumental ejercida por una patulea de consultores, asesores, tecnócratas y aprendices de gestores que, básicamente, se limita a resolver cualquier problema inyectando altas dosis de tecnología sin control.

Los logros del posmodernismo son visibles por todo el planeta: los centros comerciales cumplen sus horarios sin importar el estado del mundo, y los únicos imprevistos que nos permitimos son el destino de nuestras vacaciones, los dilemas del ocio nocturno, las novedades de la moda, los resultados deportivos o las fluctuaciones del mercado financiero. Nuestro día a día está atravesado por rutinas tan simples y estúpidas como difícilmente erradicables. Quizá nos encontremos a las puertas de un retorno al principio del placer freudiano: la cristalización de los servicios de contactos como pauta de socialización, las lunáticas iniciativas para fomentar relaciones interpersonales en una sociedad cada vez más parapetada tras sus pantallas y, por supuesto, el crecimiento exponencial de contenidos pornográficos así lo dan a entender. Marcuse estaban tan, tan equivocado...

(continuará)




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