Textos (que aspiran a ser) sustitutivos de la realidad

Suscribo totalmente la idea de que el concepto de modernidad (en el pensamiento occidental) prende definitivamente en la historia humana cuando «a pesar de la resistencia de los románticos, del psicoanálisis, de la fenomenología de Husserl, la ruptura entre los sentidos y la realidad aparece, hoy, como una estructura fundadora de la modernidad» (David Le Breton, 1990), cuando la astronomía, la anatomía y la filosofía (allá por el siglo XVII) se lanzaron a acumular evidencias en contra de la tradición simplista que afirmaba que lo que percibimos es la realidad objetiva, sin pérdida ni engaño. Admitir que nuestros sentidos pueden engañarnos o no resultar fiables, o que somos incapaces de percibir detalles o matices de nuestro entorno físico fue suficiente para provocar un terremoto mental del que creo que aún no nos hemos recuperado.

Aceptar esta premisa, este divorcio, implica que existe un espacio entre la percepción y la realidad física y objetiva; y lo que es más importante: que podemos/queremos/debemos/sabemos llenarlo a nuestro antojo, consideración y albedrío. Con más o menos fortuna, con mejores o peores intenciones. Sin embargo ese mismo espacio polivalente (cuyas dimensiones no nos es dado conocer, debido a nuestras limitaciones cognitivas) es el lugar privilegiado donde ha podido florecer la ciencia, el arte o la ficción; y también la teoría política, las ideologías y el fanatismo. Entre percepción y realidad existe una brecha que tendemos a rellenar con toda clase de materiales: conocimiento, ignorancia, saberes, oscurantismo, cultura, barbarie, erudición, zafiedad, experiencia y/o incompetencia. El objetivo --no siempre declarado-- ha sido establecer puentes entre los dos extremos conocidos. Así, la ciencia trata de armonizar (sistemática y racionalmente) nuestros sentidos con el uso que hacemos de la naturaleza; a su vez, el arte y la ficción especulan sobre cómo la percepción puede sugerir significados que otorguen un sentido a la realidad, considerada aquí como aquello que no es nuestra conciencia. En cambio, la teoría política, la ideología y el fanatismo, en diferente grado y nivel de eficacia, se subrogan un objetivo bastante más ambicioso: anteponer un corpus de conocimiento que no es que deba dar cuenta de la realidad que escapa a nuestra percepción, sino que la sustituya, la explique, ordene y justifique de manera que no haga falta contrastarlo ni recurrir a nada más para obtener causas, motivos, explicaciones o justificaciones.

Los textos sustitutivos de la teoría política son los más peligrosos, porque pueden obturar los sentidos ocultando todo el paisaje de la realidad; impiden que se traspasen determinadas fronteras, no admiten que se pueda ir más allá de lo establecido de antemano, porque de esa manera evitan que alguien pueda denunciar su trampantojo textual. El dogma es el argumento superior y definitivo de los textos sustitutivos; prolifera en abundancia cerca de religiones, ideologías y fanatismos de toda clase.

La realidad, sin embargo, es tozuda y se empeña en no garantizar seguridades; lo máximo que admite son criterios de verificación fiables en determinados contextos. Gracias a ellos estamos donde estamos y tenemos la posibilidad de desmontar algunos textos sustitutivos (los que se convierten en amenaza, a veces en desastres irrecuperables, también los que revelan su inutilidad o estupidez a las primeras de cambio), aunque a veces esa labor lleve su tiempo (décadas o siglos). La historia humana demuestra que sigue siendo más fácil y cómodo levantar argumentarios que simplifiquen --o subordinen a unos intereses concretos-- una realidad múltiple, cambiante e imposible de uniformizar. Los textos sustitutivos se las apañan para pasar de puntillas sobre las evidencias en contra, silenciar las objeciones y enfatizar hasta el absurdo sus supuestas ventajas y bondades. Adoptan la forma de discurso, y suelen ser reiterativos, jerárquicos, impugnatorios, normativos, doctrinarios, incoherentes, interesados... Su objetivo común: servir de muro de contención de la realidad y, a cambio, ofrecer una alternativa prefabricada donde las causas son premisas y las consecuencias meras falacias de afirmación del consecuente. Un buen texto sustitutivo puede explicar y servir para prácticamente todo, de ahí la propensión humana a usarlos en todo aquello que tenga que ver con obtener beneficios a través de un (aparente) consenso social: la tradición cultural, el capitalismo, la ética, los nacionalismos, los valores familiares, la teoría del arte...

Estos discursos difícilmente abandonan el plano argumentativo que proporcionan sus respectivos textos sustitutivos, se empeñan en imponer un debate en su propio lenguaje, puesto que es especialmente útil para anular los efectos de cualquier dato en contra, así como las adversidades que se cuelan desde otras realidades. Esa es la razón por la que los debates resultan cada vez más aburridos y estériles, porque cada participante se niega a abandonar la jerga de su propio texto sustitutivo, prefieren repetir hasta la saciedad sus silogismos manipulados y hacer creer que la realidad se ajusta a ellos. La segunda gran aberración de esta argumentación sustitutiva es que nunca, bajo ninguna circunstancia, pase lo que pase, se admitirá un error, equivocación o culpa. Si se hace significa que se ha producido una hecatombe, que el texto en vigor que hace las funciones de realidad ha quedado en evidencia, ha estallado en pedazos y/o deja ver un mundo bastante más vasto y diverso del que describía. No es solamente que tras el derrumbe no queda más remedio que enfrentarse a la realidad, sino que el error se admite empleando el lenguaje de los otros, de los que se oponen o impugnan.

La realidad hace tiempo que se ha perdido de vista en la política, obsesionada por parecer correcta, inclusiva, neutra y objetiva, pero sobre todo especializada; un terreno en el que hay que dejar hacer a los expertos. Sin embargo, la necesidad de la reelección, la obsesión por dar la sensación de tenerlo todo bajo control, el huir del alarmismo y de los mensajes negativos han provocado que se enquiste en sus discursos un buenismo bienintencionado del todo insoportable que amenaza con paralizar toda praxis política. Los debates, los programas, la propaganda, los documentos de trabajo, la legislación, todo está repleto de una jerga que se autolimita a la parte brillante del panorama, a los grandes e inatacables propósitos (puramente teóricos, carentes de todo referente real), presentando sociedades y comunidades siempre cohesionadas por la tradición y siempre comprometidas con un futuro repleto de tecnología y felicidad. Cualquier contradicción queda anulada gracias a una gestión política que omite los enfrentamientos y las críticas, que se empeña en dar la impresión de ser capaz de incorporar las novedades --inicialmente críticas y cuestionadoras-- a su propio proyecto. Los textos sustitutivos de la política trocean la realidad social, otorgando a la parte seleccionada el sentido y la finalidad que interesa en cada momento, pero revestida de deseos globales para mantener una ilusión de interés general. Incluso los fracasos se revisten de triunfos y los errores son reprocesados en un argumentario conveniente que los presenta como males menores, riesgos calculados o bajo control donde nunca hay culpables ni consecuencias.

Con todo, en ocasiones podemos asistir a auténticos momentos privilegiados en los que la política se ha visto obligada a claudicar: algunos forman parte del calendario como las derrotas electorales, en las que la evidencia numérica hace imposible cualquier paliativo (aunque haya algún candidato inasequible al baño de realidad que acaban de darle), pero otros son auténticas debacles en las que no hay más remedio que prescindir de los textos sustitutivos y hablar el lenguaje de una realidad más amplia, esa que incluye el fracaso de su proyecto o su gestión. Siguen siendo declaraciones solemnes, únicas, fruto de una descomposición ya imparable, pero hacen referencia a aspectos hasta entonces omitidos en todas las declaraciones anteriores. Suelen producirse tras sentencias judiciales desfavorables o en la presentación de conclusiones en comisiones de investigación (como los informes sobre las dictaduras de Chile, Sudáfrica, Brasil, Argentina), el inmenso engaño de las armas de destrucción masiva de Iraq, las matanzas impunes de los genocidios... No obstante, a pesar del reconocimiento de errores y fracasos, poseen una alarmante falta de consecuencias prácticas, especialmente la capacidad de provocar nuevos textos menos técnicos y teóricos, menos sustitutivos, escritos con un lenguaje más directo y que no descarten que se vuelvan a cometer errores.

Por ejemplo, los demoledores informes sobre las atrocidades de las dictaduras, desmenuzan una realidad hasta entonces oculta en el discurso oficial, establecen cronologías, causas y efectos, cuantifican, describen... alcanzando detalles monstruosos e inhumanos. Pero por desgracia esa realidad minuciosa, rescatada a base de testimonios de supervivientes y de documentos desclasificados, se adueña de todo el espacio que deberían ocupar muchos otros discursos derivados. No hay consecuencias judiciales, los verdugos permanecen en sus casas y mueren rodeados de sus familiares, que lloran su desaparición, no hay reparaciones a los descendientes, ni siquiera se pide perdón desde el poder ejerciente. Nada. Simplemente se describe algo que sucedió, se hace balance y se deja de hablar de ello. Al final, esos informes acaban convertidos en textos sustitutivos.

Los de la política no son los únicos textos sustitutivos, también el análisis económico exhibe un potente andamiaje terminológico capaz de ocultar desigualdades, desastres y toda clase de cagadas (llamar crecimiento negativo a las pérdidas lo dice todo). La política económica oculta inmensos fragmentos de realidad, pero mantiene intacto su prestigio a pesar de sus constantes predicciones fallidas y de decisiones llenas de incoherencias.

Por su parte, la ciencia social cubre con un manto de ultraespecialización conceptual y de objetos de estudio hiperparcelados la realidad sobre la que supuestamente actúa para mejorarla, y sin embargo lo cierto es que sus temas no interesan a nadie que no pertenezca a la étite, sus conclusiones no inciden sobre ninguna realidad concreta. Su verdadera preocupación es obtener prestigio académico y, como mucho, ofrecer un buen compendio de teorías previas y una aburrida descripción metodológica. Sus textos son pura retórica, pero no por eso sus autores dejan de mencionar injusticias contra las que no piensan mover un dedo; prefieren señalar errores menores a los no iniciados o desmentir malinterpretaciones a la vez que expresan un vago e inane deseo de igualdad y libertad.

Incluso el arte y el entretenimiento permanecen atrapados en un ridículo sobreanálisis de significados: la exégesis pedante, la obsesión etiquetadora, el descubrimiento de futuras promesas y/o detectar indicios de genialidad en artistas desconocidos. En cambio el arte espontáneo, el que insiste en (o recicla) modelos superados, el que resulta incómodo técnica o ideológicamente, el que no es compatible con una escasez programada, no existe. La opacidad de la exégesis sustitutiva está directamente vinculada, de forma mucho más nítida y descarada que en otros ámbitos, con el elitismo clasista y el mantenimiento de un modelo de negocio.

Que los textos sustitutivos aspiran a sustituir la realidad se hace más evidente que nunca cuando un movimiento no oficial, sin prestigio, no liderado por expertos, se erige en alternativa y amenaza con eclipsar el discurso del poder. Son nuevos discursos que ponen en primer plano temas o problemas mayoritarios, o que llaman a las cosas de forma más comprometedora o argumentada. Entonces los expertos reaccionan indignados y ningunean a sus rivales por simplistas, incautos o ignorantes. Lo que en verdad les asusta es que su texto sustitutivo sea sustituido por otro que recurra a mayores dosis de realismo (que no de realidad), de sentido común o, lo que es aún peor, que exhiban con coherencia y contundencia una lógica de la supervivencia que resulta inevitablemente subversiva.

El abismo entre percepción y realidad no va a cubrirlo ningún texto sustitutivo actual ni cualquier otro que esté por venir; el problema es que los que padecemos ahora se emplean básicamente para evitar dar explicaciones, mantener el statu quo, ocultar los errores e impedir señalar a los culpables. No es una consecuencia indeseable de la modernidad, sino de una preocupante deriva hacia un Nuevo Antiguo Régimen, basado en privilegios, escasa o nula movilidad social, desigualdades y discrecionalidad en el ejercicio del poder.





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